Redacción PamiSalud Noviembre 30 2025
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Hay una nueva figura oscura que habita las plataformas digitales del mundo. No es periodista, no es comunicador, no es artista, no es analista. Es una persona común que, desde la comodidad de una habitación improvisada, transmite pleitos, chismes y ataques con la seguridad de que, del otro lado de la pantalla, encontrará a miles de espectadores cansados, vulnerables y emocionalmente desgastados. Es el pseudo influencer: un actor digital que no crea contenido, sino conflicto; que no informa, sino contamina; que no entretiene, sino destruye.
Aunque hoy parece un fenómeno global, su origen es muy claro: España. Fue ahí donde nació esta dinámica de transmisiones agresivas dedicadas al salseo, las riñas digitales y la confrontación continua. Lo que parecía entretenimiento inofensivo se transformó en una maquinaria replicable y rentable. En pocos años, este modelo se expandió a toda Hispanoamérica, Estados Unidos y Europa, arrastrando a miles de usuarios a un ecosistema donde el morbo es la moneda de intercambio. Y lo más preocupante: ya no son solo jóvenes. Hoy, incluso adultos mayores de 40 años participan activamente, desahogando frustraciones, generando pleitos e importando la violencia verbal hacia la red social X en donde comunidades completas terminan enfrentadas por dramas inventados.
Lo que alguna vez fue un chisme aislado entre youtubers se convirtió en una industria internacional del morbo. Streamers transmiten horas de peleas, indirectas, insultos y supuestos “enfrentamientos” que ellos mismos fabrican para mantener el flujo de dinero. No lo hacen por creatividad ni por arte: lo hacen porque descubrieron que este espectáculo tóxico les permite evadir un trabajo formal mientras monetizan el deterioro emocional de la audiencia.
Un punto esencial que casi nadie menciona: no existen niveles de salseo. No hay “chisme ligero”, “chisme moderado” o “salseo inofensivo”. Todo, absolutamente todo este contenido, es una forma de agresión psicológica, de violencia verbal y de incitación al odio, disfrazada de entretenimiento. La escalada es automática: un comentario lleva a otro, una burla desencadena otra, y la audiencia termina atrapada en una espiral emocional dañina que normaliza la violencia como parte del consumo diario.
El impacto ya no es solo cultural o social; es un problema de salud pública. Investigaciones internacionales señalan que el consumo constante de contenido conflictivo genera ansiedad, insomnio, estrés crónico, irritabilidad permanente y dependencia emocional. Los especialistas lo resumen de forma brutal: lo que para los pseudo influencers es dinero fácil, para la audiencia es un deterioro mental acumulativo.
La manipulación detrás de este fenómeno es evidente. Los creadores no necesitan talento, preparación, disciplina ni ideas. Solo requieren un dispositivo para transmitir, un hilo de conflicto y la capacidad de sostener una pelea ficticia durante horas. El algoritmo hace el resto: prioriza el contenido más agresivo porque retiene más tiempo, genera más comentarios y produce más ingresos. Cuanto más violenta la dinámica, más rentable el “creador”.
El proceso psicológico en el público es devastador. Las confrontaciones digitales generan descargas rápidas de dopamina, comparables a otras adicciones. Los usuarios pasan de video en video buscando la siguiente pelea, el siguiente insulto, la siguiente filtración. Cuando no la encuentran, surge la ansiedad, la irritabilidad y la necesidad compulsiva de “no perderse el drama”. El cerebro se acostumbra a vivir en alerta y la salud mental se desploma en silencio.
La audiencia más afectada incluye jóvenes emocionalmente inestables, adultos agotados, personas solitarias, usuarios con baja autoestima y quienes buscan compañía digital. En vez de recibir contenido que aporte bienestar, reciben tensión, insultos, miedo y angustia. Y regresan cada noche porque el conflicto, como cualquier droga, genera dependencia.
El daño se extiende más allá del consumo. La falta de sueño por transmisiones nocturnas deteriora la cognición, reduce el rendimiento laboral y fomenta conductas agresivas imitadas de estos creadores. La normalización del conflicto moldea patrones sociales basados en la burla, la confrontación y la falta de empatía. El vacío emocional que dejan estos contenidos es un indicador temprano de depresión.
Mientras tanto, las plataformas siguen incentivando este comportamiento. Sus algoritmos no distinguen salud mental: distinguen retención. Y mientras funcione, seguirán alimentando a estos depredadores digitales que viven de monetizar el daño ajeno. El ecosistema es claro: un público cada vez más afectado sostiene económicamente a creadores cada vez más agresivos.
Este fenómeno dejó de ser entretenimiento. Hoy es un asunto clínico, un deterioro colectivo que exige regulación, límites y responsabilidad antes de que más personas terminen emocionalmente dañadas por una industria digital que jamás debió tener tanto poder.
La conclusión es directa e innegociable: estos pseudo influencers no son comunicadores, no son artistas, no son líderes, no aportan nada. Son depredadores del morbo, actores digitales que viven de enfermar emocionalmente a la audiencia.